Todavía deambulan por mis recuerdos esos primeros conciertos adolescentes, cuando apenas empezábamos a conocer un pedacito pequeño del mundo del rock, gracias a las maratones de videos en MTV, o los programas musicales de canales y emisoras locales, a nuestras primeras incursiones tímidas e inexpertas en una web naciente, y algunos amigos que conseguían verdaderas joyas musicales en Cds piratas.
Estábamos descubriendo un estilo de música que no solo nos gustaba en su armonía y esencia, sino que marcaba una manera de vestirse, de comportarse, de ser en el mundo, y sobre todo de ser contracorriente. Eran mediados de la primera década del nuevo milenio, el XXI, y nosotros nos reventábamos los oídos escuchando las baterías rápidas de Nueve Once, Tom Sawyer o Código Rojo; nos volaban las cabezas los vientos de la Mojiganga o Rey Gordiflón; nos era imposible no dedicar una canción de Popcorn, de Al-Detal o de alguna de las bandas incipientes que tocaban cada ocho días en Medellín, y que sonaban a un género inclasificable, que se encontraba en un área límite entre en punk, el ska, algo de core, el pop… un híbrido que terminó en una bolsa rotulada con el nombre de Neo punk y donde fueron a parar casi todas las bandas mencionadas, con otras como Calibre 38, B&R, La Doble A, Johnnie all stars, o las que nos llegaban de afuera y que cantaban en nuestro idioma: Dos Minutos y Ataque 77, de Argentina; Panda, División Minúscula y Delux, de México; Tronic de Chile o 6 Voltios de Perú, por nombrar algunas.
Por esos años, uno de los fenómenos musicales del neo punk medellinense sedujo a varias de nuestras mentes adolescentes, y nos remontó en un éxtasis de rock and roll del que ya no pudimos salir. Así era, Tr3s de Corazón empezaba una carrera con fuerza y, como todo fenómeno, generaron tantos adeptos como opositores. Se presentaban en bares, festivales pequeños o fiestas de pueblo, y los seguíamos hasta donde nuestro bolsillo de adolescente nos permitía, o la caridad de las almas que se apiadaban con sus monedas de un grupo de pelaos que pedían pa’l pasaje o aventones en la carretera, con una garrafa de vino barato a medio tomar.
Gracias a una espantosa coincidencia temporal, también era la época en que la peste del reggaetón empezaba a contagiar sin medidas ni mediaciones. Nosotros, con camisetas negras, cabellos largos, los brazos forrados de manillas casi hasta el codo, correas de taches, aretes y piercings infectados por las perforaciones que nosotros mismos nos hacíamos, íbamos con la frente en alto, convencidos de la máxima que en ese entonces Tr3s de Corazón proclamaba en todos sus conciertos y nosotros repetíamos al unísono y siempre con más rabia, más odio, más repulsión en cada grito: “¡¡Todos odiamos el reggaetón!!”. Lo gritábamos en cada concierto. Una, dos, tres, muchas veces. Cada una más fuerte que la anterior. Cada una con el convencimiento total del desprecio que debíamos sentir. Empezamos a marcar camisetas, cuadernos, bolsos, botones, chompas. La frase se convirtió casi en una marca, en un distintivo, en un mantra para quienes, en medio de la euforia, el pogo y el licor, nos encontrábamos haciéndonos preguntas de una trascendencia y profundidad incomparables: “¿Qué sé yo de la vida, si toda te la regalé?”
Ahí estábamos, odiando el reggaetón. Por simple, por vulgar, por violento, por monótono; por lo que fuera, pero odiándolo. Y entonces la vulgaridad y la violencia hacia la mujer que percibíamos en las canciones, la sexualidad explícita, y otras cosas sobre las cuales jamás nos habíamos preocupado o preguntado, se convertían en las principales armas y razones para despreciar ese ritmo que, ya para entonces, se había apoderado de la mayoría de hogares donde existiera un aparato reproductor de música. Al mismo tiempo, nos desgarrábamos la garganta cantando canciones con frases como “Existe un modo para que tú me puedas hacer muy feliz; lo único que tú tienes que hacer amor mío es morir”, o “Sabes de lo que soy capaz, tengo un complejo muy crudo y sicópata”, o “quiero que te quede claro que si no es conmigo, con nadie vas a estar”, o una más cercana al prospecto de música que debíamos despreciar, y que le cantábamos a cualquier colegiala “Tengo un juguete que te gustará guardado en mi pantalón. Te lo enseñaré en mi cama si jugamos a papá y mamá”.
Sobre esta, en particular, tengo un recuerdo preciso. En un festival relativamente reciente, uno de los exponentes del punk-rock (¿o neopunk?) de la escena, Calibre 38, una banda que siempre recuerdo y asocio con cerveza y alcohol, no solo por sus canciones y letras, sino porque casi siempre estaban alcoholizados en sus presentaciones, a escalas inconcebibles (el espíritu punk, que no muere ni se ahoga), dejaba en la tarima toda una descarga de sus “clásicos”. Desde el público, se escuchaba reiteradamente la petición de la canción que, probablemente, los dio a conocer, “¡Colegiala!”, gritaba la gente eufórica en el medio del estruendo de la banda y los cantos de la multitud, “¡Colegiala!”, gritaba alguien de nuevo, y en un minúsculo coro, varias voces se unían para hacerlo al unísono, “¡Colegiala!”, pedían otra vez. En un gesto que interpreté entre la resignación y la sensatez, Óscar Suescum, vocalista y líder de la banda, tomó el micrófono y en nueve palabras, una frase corta y contundente, daría la razón para no volver a tocar en vivo una canción a todas luces machista y con una perversión explícita, igual a las canciones de reggaetón que todos despreciábamos: “No parce, es que yo ya tengo una hija”.
Pasaron los años, y con ellos se transformaron nuestros gustos musicales. La esencia rockandrollera permaneció firme, pero el radicalismo se fue desvaneciendo mientras entendíamos que había música para el disfrute, música para el baile, música para resistir, música contestataria, música, como todas las artes, para los sentidos, y que era absurdo pelear contra una ritmo con los argumentos vacíos y necios que bien podrían aplicarse a los mismos géneros que nosotros escuchábamos.
Luego del mencionado concierto, de la separación, ruptura y peleas de muchas de esas bandas con las que crecimos, de la aparición de nuevas propuestas y la híper conectividad que nos permitió la internet, llegó lo que muchos entenderán como madurar, o crecer o, simplemente vivir la vida y sus precisos momentos, aprender que sí es posible y necesario el cambio, la evolución del pensamiento y las formas de expresión. Se puede, incluso, cuestionar lo que se ha hecho, dicho, creado, cantado, pintado, escrito y defendido. Somos un devenir permanente.
El baterista de la banda que nos enseñó a corear y agitar la bandera del odio contra el reggaetón, fue condenado recientemente a siete años de prisión por el delito de aborto sin consentimiento. Hubo un tiempo convulso en el que cada semana, las redes sociales se inundaban de novelones artísticos locales: la banda que le robó el nombre a este, los que sacaron al otro y le plagiaron las canciones, los que se dieron en la jeta a la salida del bar y ya ni se hablan, incluso las infidencias domésticas y más personales se ventilan en esta palestra. Desde esa misma línea de tiro, se siguen rasgando las vestiduras por el precio de las boletas de un concierto de reggaetón, posando de intelectuales, (todavía hoy, sí) con los mismos argumentos de hace dieciocho años, satanizando un género y midiéndolo bajo unos criterios absurdos e hipócritas.
Se nos desdibujaron todos esos “ídolos” que desde muy jóvenes habíamos construido. Ya ni siquiera suena igual su música para nosotros. Ahora la escuchamos con un hálito de melancolía y nostalgia, y como pasa siempre con esas sensaciones, como añorando los años de antes cuando los veíamos en Musinet y nos ganaba la emoción y el furor del rock and roll. Amábamos esas bandas porque queríamos ser como ellos. Si pienso en retrospectiva, el odio no debería ser una enseñanza, pero nos enseñan a odiar en todas partes y desde siempre. En ese sentido, creo que nos enseñaron a odiar lo equivocado.
Es para mi muy placentero poder leer algo escrito por usted. Siempre me sentiré orgulloso de ser tu amigo. Gracias por tus escritos y enseñanzas.