EL APÁTRIDA

Sofi Layos

Era el lugar más desagradable en el que había estado. El olor a vómito, heces, orina y sangre ahogaba aquel pequeño bote en el que yacíamos 50 cuerpos apenas respirando. Los rostros cansados y fríos dejaban ver detalles de nuestro pasado, de nuestras heridas, de quiénes éramos y en lo que el conflicto nos había convertido.

Las últimas semanas fueron tal vez las más difíciles de mi vida. Las personas corríamos en las calles por nuestras vidas: mujeres, hombres y niños se encontraban  inmersos en aquel desastre. Veíamos cómo se rompía el corazón de aquellas madres a las que sus hijos les eran arrebatados, y los rostros de miedo y confusión, de locura y egoísmo, de ira y tristeza; todo esto materializado en los embates de la guerra.

No era la primera vez que vivía esa experiencia. Recuerdo que en mi infancia los conflictos destruyeron mi familia, me arrebataron a mi padre, le robaron la esperanza y la cordura a mi madre, torturaron a mi tío, lastimaron a mi prima, desahuciaron a mis abuelos y dejaron tan solo rastros de lo que algún día fue un hogar. Sin embargo, no era nada comparado con lo que pasaba ahora, que junto a las pinceladas de muerte que adornaban el paisaje de mi ciudad le dotaban una tonalidad brutal y macabra de la que todo el mundo huía.

Recuerdo que era un lunes cuando todo empezó. Las manifestaciones por las mejoras de empleo, por la impartición de justicia sobre aquellos que escondían sus crímenes tras un título político, por la reducción de los impuestos, porque más líderes sociales no fueran asesinados, por una mejor sanidad y mejores condiciones de vida, iniciaron en la calle principal a eso de las siete de la mañana, tal y como habían prometido los huelguistas en los periódicos el día anterior. Desde la ventana de mi cubículo veía pasar a aquellos que tanto admiraba, que compartían mi pensamiento y que por alguna extraña razón pensaban que expresar sus sentires iba a cambiar algo la situación. Entre todos ellos, se encontraba mi mejor amigo. Pedro era una persona ejemplar, un docente un poco liberal que hacía promesas de cambiar el mundo, ese que, como lo expresaba, estaba corrompido por el egoísmo y la crueldad; para él estos estados no eran más que un reflejo del ser humano.

Pasada una hora de iniciadas las movilizaciones, las Fuerzas Nacionales de Protección Civil al servicio del Estado, irrumpieron con sus escudos y sus cascos, con esos uniformes que dan una apariencia de gigantes de acero y listos para atacar. Las personas en las calles se alertaron, mientras que los protestantes hablaban con mayor rudeza, arrogancia y fuerza a los oficiales; podía percibir aquella tensión en el ambiente desde la ventana que me separaba de la realidad, desde allí donde vi todo pasar y pasar.

A media mañana, se escucharon disparos y explosiones, seguidos de gritos y llantos que comprobaron lo que todos temíamos: el enfrentamiento había comenzado. Bajé a la calle rápidamente para emprender la huida, y en cuanto mi pie tocó el suelo, me topé con un charco de sangre seguido por cuerpos agonizantes que flotaban en él. Yo respiraba agitadamente, y me encontré una mujer con su hija en brazos, pero mi mirada se dirigió por inercia hacia una oscura sombra en el estrecho callejón, junto al edificio.  Allí estaba el cuerpo inmóvil de Pedro, herido y desangrándose. No podré borrar aquel momento, aquella mañana cuando la muerte cometió un error, cuando todo para mí cambió, aquel momento en el que entendí lo que era una guerra real, aquel momento en que lo perdí a él.

***

La rudeza y brusquedad de la marea me hicieron dejar a un lado mis recuerdos y me empujaron de bruces contra la realidad. Mis pies mojados por el agua que entraba en aquel dañado bote se estremecían, mis manos se congelaban, y el movimiento constante de nuestro transporte hacía que mi estómago vacío botara las pocas reservas de alimento que le quedaban; mi esperanza de llegar a tierra se desvanecía, y mi fe empezaba a disminuir. La humedad que agudizaba los olores, la falta de comida por más de tres días y las miradas desahuciadas de las otras 49 personas que se encontraban junto a mí en aquella barca, me hicieron creer que no podríamos salvarnos. Aunque mi cuerpo se encontrara allí, el olor a metal y petróleo que se desprendía del mar y se mezclaba con los olores del bote, me llevaron de nuevo al momento en que empezó todo este camino de terror.

Recordé las balas de plomo ensangrentadas que sacaba del cuerpo de Pedro, y que se me resbalaban entre su piel desgarrada y mis dedos, mientras temblaba al verle sin aliento. Recordé cómo la adrenalina y el temor silenciaron el caos a mi alrededor, y todo se hizo mucho más lento y cruel: los llantos de los niños arrancados de los pechos de sus madres y el cuerpo sangrante de mi amigo no reaccionaba ¡Debía irme! Las Fuerzas Nacionales de Protección Civil estaban persiguiendo y aniquilando a todo aquel que aún estuviera vivo, así que arrastré su cuerpo hasta un rincón de aquel callejón, lo descargué en la acera, y saqué de mi bolsillo su mechero, que tenía grabada la frase de su escritor favorito: “Si ser distinto es un crimen, yo mismo me colocaré las cadenas”  Oscar Wilde; ese mechero que tanto me gustaba, y que cuando fumábamos trataba de esconder entre mis cosas para conservarlo. Lo dejé en su mano, y cubrí su cuerpo con algunas bolsas rasgadas que volaban junto a los contenedores de basura, antes de correr.

Todas las personas que escapaban de la batalla se dirigían al puerto, a aquella barca amarrada en una de las estacas de madera. Muchos de ellos fueron arrojados al mar por los que se adelantaban a ocupar un lugar en el pequeño bote. Pude llegar hasta allí y tomar un sitio entre la multitud. Veía cómo hombres y mujeres caían al agua empujados por aquellos que no pensaban que había  suficiente sitio para todos, mientras los que flotaban trataban de seguir al bote ya en marcha, y otros, sin más remedio, desertaban y decidían regresar a aquel caos en el que les esperaba una muerte segura.

Fue así como nos embarcamos las 70 almas que decidimos zarpar de aquel puerto para sobrevivir, apretujados unos contra los otros. En la primera semana se agotaron los cargamentos de pescado que había en la barca y por ello, la segunda semana se intentó pescar lo que más se pudiera en aquel mar; sin embargo, tan solo unos cuantos animales mordían las presas, por lo que cada persona comió un cuarto de pescado, y alrededor de unas cinco murieron por infecciones y alergias provocadas por el alimento. En la tercera semana solo las personas con situaciones especiales como los niños o las mujeres en embarazo recibieron buenas porciones de comida, y los demás comíamos la quinta parte de un pez o cualquier cosa que, aunque no nos saciara el hambre, nos mantuviera vivos. En la cuarta semana fueron encontrados en la barca algunos baúles llenos de moluscos y todo tipo de peces; ciertas porciones fueron suministradas a cada persona y por un momento fue todo un festín. Sin embargo, algunos guiados por el hambre, la codicia y el egoísmo comieron el resto de lo que quedaba en aquellos viejos contenedores. Al cabo de unos días alrededor de 12 personas murieron de escorbuto,pues el alimento encontrado en los barriles y baúles llevaba meses almacenado.

Muerto tras muerto fueron arrojados al mar para su viaje final. Habían pasado ya cinco días de la quinta semana, y tres personas decidieron saltar por la borda, buscando un escape más rápido y digno frente a esta situación. Mentiría si dijera que no contemplé aquella forma de liberación, pero mi cobardía y temor a la muerte anularon mis atrevidos y desesperados pensamientos.

 Al cabo de unas horas, ese mismo día nos atrapó la tormenta. Nuestro liviano y pequeño bote se tambaleó hasta volcarse, y tan solo la mitad de los que quedábamos pudimos sobrevivir. Los demás se ahogaron, ya sin fuerza  para pelear contra la marea.

El agua helaba mi cuerpo, y temía morir allí en medio de la nada; sabía que mis piernas no aguantarían mi peso, y que el frío finalmente me iba a consumir y a convertirme en plato de las criaturas del mar. El día seguía atípicamente nublado, y las nubes parecían en una carrera interminable hacia el horizonte. Nuestros últimos anhelos de salvación se terminaban de hundir en las aguas agitadas del mar, y se llevaban nuestras últimas fuerzas consigo.

La esperanza nos mostró un destello de salvación. A unos 500 metros -quizá- de donde nos encontrábamos flotando, divisamos lo que parecía ser tierra. Unas quince almas desesperadas por sentir por fin suelo bajo los pies nadábamos con dirección a lo que parecía el fin del suplicio. Cuando nos faltaban menos de 100 metros para tocar tierra, me detuve sobre las olas, miré hacia atrás y vi a varios de ellos quietos, con su cuerpo cubierto por el agua fría, salada y cristalina de aquel mar. Otros, en cambio, nadaban en dirección opuesta, casi atemorizados por aquel trozo de tierra que algunos considerábamos una bendición.

Yo no comprendía por qué, así que seguimos avanzando con prisa y desesperación hacia aquel aquel trozo de suelo que era como un milagro en nuestro camino. Lo que no intuimos, fue que al llegar a tierra la bienvenida no fue la anhelada: alrededor de nuestras muñecas fueron colocadas esposas, por cuenta de hombres grandes y corpulentos que hablaban una lengua desconocida para nosotros. Desesperados, buscamos pronunciar algo que les hiciera entender que  sólo queríamos refugio, y que simplemente huíamos de la violenta y caótica realidad de nuestro país. Inutilmente, gritaba sílabas que pudieran asemejarse a  la palabra que tal vez nos salvaría “¡refugos! ¡refugi!”. Pero mis intentos fueron vanos, y los captores hacían caso omiso a cualquier explicación que les pudiéramos proporcionar.

¡Aquella tierra nos había traicionado! Nos recibió como criminales, cuando solo buscábamos amparo. No hallamos seguridad, ni mucho menos protección, y seguimos tan a la deriva como al inicio, careciendo del derecho a tener derechos.

Al escribir este relato, desde esta celda oscura, vuelvo a sentir el cuerpo congelado, las balas estallar cerca a mis oídos, los cuerpos mutilados esparcidos por las calles, los muertos arrojados por la borda en aquel barco, las miradas de soberbia y odio de quienes hubiéramos querido que fueran nuestros salvadores, y entonces solo puedo pensar en cuánta razón tenías, mi buen amigo Pedro: habitamos un mundo corrompido por la crueldad y el egoísmo de las personas. Pero, querido amigo, en algo estabas equivocado: este mundo por el que tanto guardabas esperanzas de cambios, no se puede cambiar.

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