Gravity Bike: Descensos peligrosos

Por: Norvey Echeverry Orozco

Periodista, escritor, cronista

Para algunos, es un fenómeno donde se arriesga la vida; para ellos, los que lo practican, es un deporte donde se experimenta adrenalina en altas dosis de pureza. El gravity bike, a pesar de estar prohibido en municipios como La Ceja del Tambo o La Unión, se practica clandestinamente en las vías de la compleja geografía antioqueña.

En los grupos virtuales del gravity bike, donde son anunciados los descuelgues masivos, se comparten frases como estas: “No critiques mi locura si no entiendes mi pasión”, “por más que digan que te vas a matar, nadie va a entender esa locura y emoción al descolgar ¡Adrenalina pura!”. Por su parte, en los eventos de prevención realizados por la Policía de carreteras en los colegios de la región, simulando tumbas con coronas florales, se alcanzan a leer otras: “Pedaléale a la vida”, “que la bici te transporte, no que te mate”, “gravity bike, más que un deporte, un riesgo fatal”. El teniente coronel Juan Carlos Torres, aseguró en 2019 que para practicar el gravity “en Antioquia se están utilizando las autopistas (…) para que nuestros jóvenes arriesguen sus vidas, todos los días, pegados a unos camiones y posteriormente bajando a unos exagerados límites de velocidad con unas bicicletas modificadas que tienen manubrios de motocicletas, sillines amplios y pesas de diez y quince kilos”.

Según las cifras de la Seccional de Tránsito y Transporte de la Policía de Antioquia, en el año 2019 fueron decomisadas ochocientas bicicletas. Sin embargo, a principios del año 2020, en una reunión donde estuvieron presentes los alcaldes de La Ceja del Tambo, La Unión y El Carmen de Viboral, la gerente de la Agencia Nacional de Seguridad Vial, Katherine Pérez Zavala, socializó la posibilidad de brindarles a los practicantes del gravity, cada treinta días, una vía para que realicen sus descensos de forma controlada y segura: “Más que prohibir la práctica, se requiere reglamentarla y abrir vías para este fin, sin que se afecte la seguridad de los demás actores viales”, manifestó.

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Con las 105 teclas del computador resume en tres líneas una presentación sencilla: que es periodista, que está interesado en narrar el gravity bike y que si lo puede entrevistar. Después, para confirmar su identidad, se pregunta si es él, ese niñito de piel trigueña, cabello cinco centímetros abajo de los hombros, camiseta verde desteñida, riñonera negra y gorra verde oscura que, desde un mirador de Medellín, le habló a una cámara en el año 2016. “Buenos días, David, ¿eres ‘Tatico’, el de los videos de gravity bike en Youtube?”, le escribe el periodista en el chat de Facebook, esperanzado de que su mensaje sea respondido en un par de horas.

“Tatico”, con su hablar lento, relató en el video de internet: “Mi mamá fue a reciclar un jueves. La habían llamado para decirle que tenían una cicla (sic) por ahí. Se la regalaron y ella me la dio a mí. Estaba sin rines, sin neumáticos, sin llantas, sin manubrio. Yo le puse los rines de una chiquita que tenía en la casa. Vendí el marco en la chatarrería. Me dieron dos mil pesos. El cucho me regaló las llantas. Después me fui a trabajar en los semáforos y compré los neumáticos”.

Pasan tres días, y ninguna respuesta. Pasan seis días, y ninguna respuesta. El mensaje, redactado en la última semana de febrero del año 2019, sigue en la bandeja de salida llenándose de telarañas y polvo. Pasan diez días y en la mente del periodista surge la hipótesis de un suceso trágico: “Tatico”, el muchachito de doce o trece años que aparece en un video de YouTube con un número de reproducciones que supera un millón, está muerto. No hubo otras hipótesis más simples como las de pensar que en su casa no hay internet, o no quiso, responder. El día once, cuando el mensaje estaba repleto de olvido, responde: “Sisas, pa’, soy ‘Tato’”.

Frente a la siguiente pregunta, dice que no, que no puede enviar audios. La otra es si se anima a escribir: “No, padre, qué pereza escribir mucho”. La última pregunta es por la existencia de un número celular donde se le pueda llamar: “Padre, la verdad no, pero me habla por acá que yo le respondo”.

Escribe, con dudosa ortografía, que practicando gravity vio morir a varios amigos. “Niche”, “La chinga”, “Juanes” y otro del que se le olvidó el nombre.

–¿Y te caíste mucho?

–Sí, obvio, varias veces. Recuerdo una, por San Cristóbal, en la que el difunto ‘Niche’ me hizo caer al poner una llave sobre la cuerda que sujetaba el gancho.

Hayder Flórez Caro, como se llamaba en realidad ‘Niche’, perdió la vida en el año 2015 después de estrellarse contra un automóvil que transitaba en las horas de la noche con las luces apagadas. Él, en el mismo canal donde aparece “Tatico”, describía un azote como: “(…) una multitud de jóvenes en cicla dándonos guerra, unos a otros: nos pasamos, nos adelantamos (…)”.

“Tatico”, que ahora ronda los dieciséis, lleva el cabello hasta los hombros, tatuajes en su antebrazo derecho y cigarrillos en sus pulgares. De cuando en cuando, desmintiendo los rumores en internet que afirman su muerte, sube fotografías como muestra de supervivencia. Esa fama que le dio un video viral en la red, también lo ha hecho acreedor de comentarios que lo denigran, escritos con el filo de un cuchillo: “Ojalá sea verdad que se mató ese gamín hijueputa”. “Qué tristeza, tan pequeños y ya con droga”. “Maten a esos gamines”. “Ñero, con aretes, y tan pequeño”.

Al igual que “Tatico”, los jóvenes que practican gravity bike en Antioquia tienen otros ídolos en internet como Luis Eduardo Rivera, conocido como “Toreto” en la comuna trece de Medellín. “Totero” camina a gatas, debido a  una enfermedad. Mide pocos centímetros, y no tiene cabello, cejas ni dientes. Dice que ser diferente a los demás es mejor, que qué pereza ser igual a todo el mundo. Baja por los callejones de su barrio utilizando dos de las cuatro llantas de su silla. Otras veces, cuando solo hay escaleras o caminos estrechos, uno de sus amigos lo carga en su espalda y le lleva su silla de ruedas hasta un lugar donde sí pueda moverse en ella. Es famoso porque el país conoció su historia de vida en la televisión nacional. Ese domingo, como ya es costumbre, fue criticado, así como se lo escribieron varios televidentes, por ser tan irresponsable y atrevido; otros, simplemente, le pidieron usar las protecciones necesarias para que represente al país en competiciones de ese estilo. El hombre ya era una celebridad en internet, desde el momento mismo que lo grabaron descendiendo a toda velocidad en su silla de ruedas por una avenida congestionada en las horas de la noche.

Otra celebridad es el “Raper”: piel trigueña, ojos cafés y cejas trasquiladas en cuatro partes. “Un azote es la felicidad punteándole al que más ande. Es raspar la rodilla en cada curva. Llegar de primero, pero llegar bien. Un azote es ir todos, no dejar unos atrás. ¿Azote? Azote es bajar todos felices y contentos”, relataba en el año 2014.

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En el Alto de La Unión, ubicado a unos 2.500 metros sobre el nivel del mar, se han tomado fotos los ciclistas Rigoberto Urán y Egan Bernal. Desde allí se pueden divisar los municipios de La Unión, Rionegro y La Ceja. Un estadero a un costado de la vía, se abarrota de ciclistas profesionales y aficionados, principalmente los sábados y domingos que hacen un descanso para beber jugos naturales y hablar, normalmente, de los últimos acontecimientos del ciclismo internacional. A diez metros del estadero, sobresalen un altar a la Virgen del Carmen, una réplica de un tractor y una valla de tres metros de ancho por ocho de largo: “En La Unión prohibido gravity bike. No más accidentes. No más víctimas”. En las noches de luna llena, mientras transitan carros y motos por la vía, y las vacas de los potreros aledaños pastan y mugen, unos veinte jóvenes, aproximadamente, se reúnen en las afueras del estadero a compartir humos y a hablar de la vida, para después descender por la Ruta Nacional 56 con toda la velocidad que les ofrece la gravedad. Son, mal contadas, cincuenta curvas las que separan el Alto de la Unión de La Ceja. En varias de ellas hay calvarios. Uno de los últimos muertos, accidentado en agosto de 2019 por ir en el carril contrario, se encontró con un auto y fue atropellado por las llantas traseras de un bus. Ese día, uno de los tantos conductores decidió, sin comprender el dolor de la familia –como lo hacen muchos de ellos cada vez que ocurren sucesos tan trágicos–, tomarle fotos y videos al cadáver, para después difundirlos por medio de sus estados de WhatsApp.

La primera de las víctimas de 2020 en la vía en mención fue Crístofer Ospina, joven residente en el municipio de El Carmen de Viboral, quien invadió el carril contrario chocando con el lateral izquierdo de una volqueta amarilla en la curva del kilómetro 38. Dos días más tarde, desde las emisoras locales, se difundió la muerte de otro menor de dieciséis años en la vía El Carmen de Viboral – Rionegro.

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Brayan Stiven Suárez, con su porro encendido en la boca, chompa de camuflado militar, el nombre Vilma tatuado en su antebrazo derecho, prótesis en la cadera, tres vértebras echadas a perder, dos puñaladas en el cuerpo y un cilindro de titanio en la columna, afirma tener diecisiete años. Este jovencito, que ha perdido el encendedor entre los tantos bolsillos de su ropa y lo busca con desesperación, por poco pierde la vida el dos de febrero de 2019. Aquel sábado salió de su casa a las nueve de la mañana. Ese día, como nunca lo había hecho, Brayan le pidió permiso a Vilma, su madre, para ir a descolgar al Alto de Guayaquil, un sector ubicado entre los pueblos de La Unión y Sonsón, en el Oriente de Antioquia. Se despidieron, luego le dijo que se portara bien y le echó una bendición.

La adicción de Brayan Stiven por las bicicletas comenzó en 2014, cuando le pidió una al Niño Dios. En la madrugada del 25 de diciembre, con su asombro de niño, encontró una en la sala de su casa de marca GW, rines número veinte. A pesar de ser un marco grande para él, se animaba a bajar con toda la velocidad por las calles empinadas de su pueblo. Solo fueron necesarios algunos meses de práctica para emprender viajes hasta La Ceja, Abejorral, La Unión y la autopista Medellín – Bogotá. Ya se había acostumbrado a escuchar de parte de su madre esos regaños que para él eran mala suerte: “¡Vas a quedar en una cuneta!”. A la autopista se iba de noche, tipo nueve o diez, pegado de los camiones que llevaban frutas y hortalizas a las centrales de abasto. Todo dependía del camión: si iba rápido, llegaba rápido: a las dos o tres de la madrugada. Ese mismo día, después de bajar con más velocidad que muchas motos, regresaba a su casa en la tarde. En las noches, cuando no descolgaba, se ganaba la vida cargando bultos de sesenta kilos o más en la plaza de mercado de Sonsón, su pueblo. Pero él no era el único que emprendía tales travesías. También estaba ‘Toño’, de dieciocho años; un loco que, según Bryan, compró su primera motocicleta y ese mismo día atropelló a un anciano en una tarde lluviosa.

La adicción por la marihuana la encontró en la esquina de su barrio cuando tenía trece años. Aquel día murió su abuela frente a sus ojos. Al haber perdido uno de los seres que más quería en el planeta, caminó, con el desconsuelo a su lado, hasta la esquina. Allí, un niño menor que él le ofreció un plon del porro que fumaba. Aceptó. Le gustó. Sonrió. Un sueño extraño invadió todo su cuerpo.

–Si es la primera vez lo manda a acabar con las ollas –le advirtió el pequeño.

–¡Ah, qué chimba! –comentó Brayan, respecto de la sensación que, durante unas horas, le quitó el dolor generado por la muerte.

El dos de febrero sería un día espectacular para él, porque estaba programado un evento de gravity con unos adolescentes que habían llegado desde Medellín. Era el momento apropiado para exhibir sus habilidades en una bicicleta. Descendió la primera vez por la vía sin ninguna dificultad, luego hizo un alto y compró unas galletas y una bolsa de frutiño para calmar la sed. Entre los catorce jóvenes, esa mañana, se fumaron ocho porros. Brayan tiene la sinceridad en su voz para afirmar que estaba muy trabado, más no engalochado con sacol, como lo habían dicho por ahí en una publicación de Facebook. Armaba los porros, los pegaba, los prendía, les daba dos o tres plones y los pasaba, uno tras otro, hasta que no quedó marihuana. Después se subió en su bicicleta, un cuadro de marca Nissan, único entre sus amigos. ‘Guineo’, como le decían a su parrillero, se montó detrás.

–Quédese, porque voy a bajar muy duro –le advirtió Brayan.

‘Guineo’ no le prestó atención. No quería estar solo al lado de la vía, mientras todos bajaban, trabados, sintiendo la adrenalina en cada poro de piel.

Bryan competía contra ‘Caliche’, uno de los adolescentes que iba de primero entre las siete bicicletas. Su rival de carrera pasó una curva. Él, con la vista pegada en el pavimento, sintió que su parrillero se desestabilizó y salió volando por los aires como el disparo de un cañón. Miró hacia atrás, olvidando la velocidad que llevaba: vio a ‘Guineo’ volar y estrellarse contra un alambrado. Milésimas de segundo para lamentarse. Clavó de nuevo su mirada en la carrera. Ya era tarde: justo en frente tenía un camión de doce toneladas que venía hacia donde él. ¡Pum! Asegura que sus ojos vieron el vehículo en el carril contrario. El conductor, ante las autoridades, narró otra versión: iba por el carril que era. Los frenos no chillaron inmediatamente. Siguió su marcha tres o cuatro metros ladeando la cabrilla hacia la derecha. Una de las llantas delanteras del camión atropelló el cuerpo de Brayan y lo arrastró unos cuantos centímetros.

–¡Vámonos que yo no tengo nada! –les decía a los muchachitos que lo veían bajo el camión.

A lo mejor el efecto de la marihuana había logrado disminuir el dolor tan intenso. En realidad, su estómago se había revolcado, uno de sus riñones estaba triturado y el cuadro de la bicicleta terminó partido en dos. Tres vértebras quedaron destruidas; pero él, sin embargo, no sentía nada más que el miedo de haberse estrellado. Minutos después llegó una ambulancia que lo trasladó hasta el hospital. No recuerda más.

Como el hospital de su municipio no estaba adecuado para atender casos tan graves, lo remitieron hasta el hospital San Vicente Fundación de Rionegro. Entre tanto, le desconsolaba mucho la idea de no poderse sentar. Lo que más anhelaba al verse así, era la muerte. Le pedía en sus oraciones al arcángel San Miguel para que le llevara mensajes a Dios: “Que sea lo que él quiera”, le decía. Las palabras de los médicos que lo veían, por el contrario, eran para ponerse de pie, abrir la ventana, y lanzarse al vacío: “Puede quedar cuadripléjico”. En una de aquellas charlas melancólicas, Vilma le contó a uno de los médicos que su hijo fumaba marihuana. En lugar de un regaño, el galeno redactó una fórmula donde autorizaba el consumo de un cigarrillo diario para calmar el dolor y la tristeza.

A ‘Guineo’, en otro hospital, le habían declarado la fractura de una pierna, le habían amputado el dedo meñique de su mano derecha y lo habían dejado sin la mínima posibilidad de ser papá: uno de sus testículos había sido amputado.

–¿Sentías mucho dolor por tu madre?

–Yo sí me sentía mal, sabiendo que la cucha es la que sufre, porque uno no… Si me hubiera muerto me iba a descansar. ¿Pero la cucha qué? Se moría del remordimiento porque ella me había dado permiso. Yo no me morí porque me echó la bendición.

Al lado de Brayan, en un bosque de pinos, está sentado Juan David. Es un niño de doce años que fuma yerba desde los nueve. Hace unos meses se fugó de Hogares Claret, fundación para niños con problemas asociados a la droga y marginalidad en Medellín. No recuerda bien el día que desertó, pero lo que sí tiene en su mente, es el recuerdo de las calles de la capital andadas por sus cortos pies.

En total, como lo recuerda Brayan, que también estuvo internado en la misma fundación, había 114 jovencitos. “Yo vi niños de diez años con tiros en los pies. Sin hablarle mierda”, comenta Brayan. “Yo vi a uno con un tiro en la frente”, agrega Juan David. Los dos, sin dejar de reír y escuchando las historias con asombro, aseguran que han regresado a su pueblo para descolgar y ser felices.

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